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Blanca Baltés

Publicado el 01 de Enero de 2018

Blanca Baltés

Obra: Las mujeres de la escena: autora de Beatriz Galindo en Estocolmo

 No hacen falta grandes medidas, sólo el gesto cotidiano de la igualdad real

 

En las tablas, mandan ellas, se decía el siglo pasado. Y era cierto, la escena española se ha engalanado desde sus inicios con célebres y celebradísimas actrices, desde “La Calderona” o “La Tirana” hasta nuestros días, pasando por María Guerrero, sin ir más lejos. ¿Quién podría pensar que Nuria Espert, Concha Velasco, Blanca Portillo o Carmen Machi han visto mermada su trayectoria escénica por su naturaleza de mujer? Las damas de nuestra escena gozan hoy como gozaron ayer y gozarán siempre de oportunidades y reconocimiento, por esfuerzo, mérito y derecho propio. Sin embargo, cuando nos fijamos en la segunda línea y siguientes, la cosa no está tan clara para las actrices, mucho menos si hablamos de dramaturgas, directoras, iluminadoras o escenógrafas. Lo del esfuerzo, el mérito y el derecho propio se diluye en un mercado claramente desarticulado y una profesión que ofrece fuertes resistencias a definirse en toda regla como tal. Hoy incluso algunas ayudas públicas cuestionan en Madrid la naturaleza de un sector en el que el ámbito profesional convive en igualdad de condiciones –incluso inferioridad- con el aficionado. Lo vocacional y lo azaroso ayudan poco al creador y al profesional, tanto si es hombre como si es mujer. De un lado se invita al emprendimiento y a consolidar iniciativas empresariales, de otro se castiga. El tejido profesional está muy dañado; el cierre de teatros, locales y compañías ha sido la tónica en los últimos años. En este ya difícil contexto, las mujeres acusamos más el golpe porque seguimos teniendo menos oportunidades. 

Las cifras son contundentes y hablan por sí solas: hace décadas que las mujeres hemos dejado de ser minoría en el trabajo y en la creación artística, pero la presencia de directoras y dramaturgas ronda la cuarta parte del total. Cuesta pensar que tamaña desproporción sea casual: comportamientos machistas hay en el teatro, como en el resto de la sociedad. Si en otros oficios es difícil llegar a puestos directivos, aquí parece que la mujer es admitida hasta un cierto punto; una propuesta artística madura, un proyecto de gestión cultural ambicioso y duradero, hoy por hoy parece fuera de nuestro alcance, bien porque no tenemos la oportunidad, bien porque no disponemos de los mismos recursos que tuvieron ellos durante tanto tiempo. Escuece pensar cómo llegó Boadella a dirigir un teatro público en Madrid, pero indigna constatar que nadie le hiciera dimitir cuando contestó de forma tan bochornosamente machista a la propuesta de paridad en la programación que le hicieron, hace apenas un par de años.

Celebro que al fin las compañeras –de profesión o de barrio- se decidan a denunciar el acoso de que fueron víctimas. Celebro que se redacten uno y mil manifiestos: YA ESTÁ BIEN. Sólo que... eso no explica los porcentajes de programación y cartel: el valor de nuestra creación, de nuestro trabajo, no está de ningún modo en condiciones de equipararse al de ellos. No es casual que nadie se haya hecho eco del altísimo galardón que han concedido recientemente a Angélica Liddell en Francia. No es casual que esta mujer haya decidido no volver a trabajar en España.

Ni cuando inicié mi actividad en el teatro ni durante mis largos años de formación pensé jamás que mi condición de mujer sería una variable en la ecuación de mi porvenir. Es más, cuando una compañera directora nos propuso a tres compañeras dramaturgas escribir un texto sobre la mujer, un profesor que la leyó nos dijo que no era tema interesante, que las cosas habían cambiado y la mujer está hoy en otro lugar. Sin embargo, cada vez con más frecuencia encuentro razones para pensar que no es exactamente así, pues sólo ello explica determinados comportamientos, determinados, no todos, y circunstancias en las que me he visto. No conozco a ninguna actriz que haya disfrutado un permiso de maternidad, aunque he visto a muchas hacer piruetas logísticas y económicas para irse de bolo o simplemente a hacer su función.  Una trapecista casi necesita abogados para explicar por qué no puede subirse a ningún lado cuando está de siete meses. Una directora necesita, por término general, haber “demostrado” muchísimo antes de que se le confíe un proyecto de envergadura y, desde luego, si comete algún error será severamente penalizada,  con largo periodo de descanso, claro. En el caso de ellos, es evidente: vemos tantos y tan a menudo trabajos mediocres de directores de escena, que resulta obvia la ausencia de filtro y criterio. 

De las dramaturgas... qué decir. Soy dramaturga. Me concedieron en 2008 una de esas ayudas a la creación de la CAM que están hoy desaparecidas: ¡cuánta falta hacen! No he conseguido estrenar esa obra. Excepto uno, ningún productor (público ni privado) a los que he presentado proyectos varios se ha dignado jamás ofrecerme ningún tipo de explicación: ni democracia ni vanguardia, el silencio y el desprecio imperan. Inmovilismo. Todos los días llegan pruebas de que no somos necesarias, las dramaturgas –casi tampoco los dramaturgos-. No puedo siquiera inscribirme en el paro como dramaturga (si fuera guionista de cine o televisión, sin problema). Hice mis estudios y sobresalí en ellos; da lo mismo, nadie se acuerda ni falta que hace. Me dejé los cuartos, para seguir la tradición, en mi propio proyecto y me dedicaron críticas en prensa de tirada nacional, ¡incluso halagüeñas!; da lo mismo, nunca llegó la ocasión de repetirlo. A alguno que se hace una foto un día protestando contra Montoro lo toman poco menos que por líder de la lucha del sector. Yo me he dejado años y presupuestos en pleitos por injusta descalificación en licitaciones públicas de cultura y a cambio sólo he recibido descalificaciones rastreras. Seis años de acumular sentencias favorables para el insulto y el desdén, mientras los que prevaricaron se jubilaron con sueldo íntegro y con honores. Da lo mismo, a nadie le importa. Será que no tengo facebook, quizá.

Con todo, soy afortunada: he tenido mis oportunidades y las sigo teniendo. También hay talento, inteligencia, buen criterio y buen gusto. El teatro español, pese a su tremenda situación, está poblado por muchos buenos profesionales y vive un momento excepcional de pujanza creativa: ojalá y pueda ir encontrándome con cada uno de ellos, género al margen. Soy socia fundadora de la Liga de las Artes, cuyo manifiesto no ha prescrito, cuatro años después: “Está en nuestras manos decir NO, así no se hacen las cosas”. Así que me empleo a fondo en decir, al igual que me empleo a fondo en hacer bien mis cosas. El público dirá si lo conseguí. Por suerte, el público: si son otros los que lo dicen, o simplemente lo callan, tristemente nos obligan a preguntarnos si lo dicen por su género, por el mío o por el de ambos. Ya está bien, hay que acabar con esta dinámica ya, cada uno desde donde está.  No hacen falta grandes medidas, sólo el gesto cotidiano de la igualdad real.

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