¿Qué le atrajo de este proyecto para protagonizarlo y qué opinión le suscita su aclamado autor, Florian Zeller?
Precisamente una de las cosas que más me atrajeron es el estilo dramatúrgico de Florian Zeller, porque creo que es muy interesante cómo se mete en la mente de los personajes, sobre todo en esta trilogía que forman “El padre”, “La madre” y “El hijo”. En todos ellos cuenta estados anímicos, en el caso de “El padre” es un Alzheimer, pero en los otros dos casos se trata de una depresión profunda. Me atrajo mucho ese puzzle en el que nunca sabes exactamente si lo que estás viendo o lo que está viviendo el personaje es fruto de su imaginación o es la realidad o una proyección de su propio pensamiento obsesivo y sus emociones, de lo que le gustaría decir en voz alta y no se atreve, de la ira que esconde esa gran depresión. Todos esos factores me dejaron muy enganchada al texto, también el hecho de entender el momento de esa madre, aunque no tenga que ver conmigo, porque mi vida está muy llena.
¿En qué sentido ha conectado con la sensación que vive la protagonista?
La vida de Ana está completamente vacía, más allá de su hijo y su marido, de esa vida dedicada al cuidado de los otros. Pero inevitablemente hay momentos vitales –por ejemplo cuando has tenido una pareja muchos años o has tenido hijos que se han hecho mayores y se han marchado de casa– que te resuenan.
¿Cómo presenta esta función?
Es la historia de una mujer y su gran vacío, un drama con toques de humor negro, muy ácido e irónico, porque ella se defiende a través del humor a veces y muchas de las cosas que le dice a su hijo, a su esposo o a la novia de su hijo son cosas terribles que, probablemente, van a provocar el impacto de la risa en el espectador. Uno no da crédito de lo que puede llegar a decir esta mujer.
¿Qué historia desarrolla?
La de una mujer con una vida como tantas otras vidas de tantísimas mujeres, una historia aparentemente banal y típica de una mujer de su casa dedicada a cuidar de un hogar que, cuando sus hijos se marchan de casa, su marido –ese marido y padre ausente– está a punto de abandonarla. Ella se encuentra con esta insatisfacción larvada que ha ido gestando a lo largo de los años, esa frustración y rencor, esa sensación de estafa tremenda, de que su vida no ha valido realmente la pena porque todo lo que hizo le lleva a la reflexión de “¿todo esto para qué…? Ahora me encuentro aquí sola, abandonada por todos y no me tengo ni a mí misma”. Eso es lo que plantea la obra, ese rol asumido y prolongado a lo largo de generaciones donde la mujer se ha hecho cargo del espacio privado sin desarrollar uno propio, que no ha tenido una habitación propia, interior, para tenerse a sí misma, para desarrollar una pasión, para trabajar más allá de su propia familia. Y cómo todo eso desemboca en una desesperación, en una crisis vital profundísima que puede llegar casi a la idea del suicidio. Encima, como sociedad no toleramos que estas mujeres caigan en estos abismos, se convierten en seres molestos, iracundos, reprochones, posesivos… cuando es la propia estructura la que nos ha sometido a lo largo de los siglos y ha colocado a las mujeres en ese lugar.
¿Cómo es esta madre, qué más conflictos enfrenta?
Ana es una mujer que, según ella misma dice, fue feliz cuando sus hijos eran pequeños, con esa vida de ajetreo febril, con ese ritmo que te imponen los niños. Pero ahora se siente estafada y tiene un terror brutal a ser abandonada. Se siente abandonada por su hijo, tiene una relación muy posesiva con él, muy dependiente, porque siente que su marido ya la abandonó hace demasiado tiempo, un marido infiel que, probablemente, mañana mismo la dejará por otra, un marido que aprovecha cualquier excusa para ausentarse, que la deja horas y horas en esa casa vacía en la que ya no hay nada que ordenar o hacer. Siente pánico a quedarse sola y teme no poder soportarlo más, porque está en una depresión realmente profunda.
¿Qué otros personajes veremos en escena?
A Pedro –Juan Carlos Vellido–, ese marido ausente que tiene una actitud un poco paternalista con su mujer, la trata como una niña enferma. Hace tiempo que no está satisfecho en esa relación. Él siempre le decía a ella que no se iba por el bien de los niños, a lo cual ella responde “ya los niños no están aquí, a qué esperas, tienes vía libre para vivir por fin la vida que quieres…”. Pero, frente a la depresión de esta mujer, hay algo que le impide irse del todo, como la culpa y la preocupación su salud.
¿Qué hay del hijo?
Con el hijo –Álex Villazán– tiene esa relación edípica, posesiva y algo asfixiante. Él ya se ha independizado y necesita cortar definitivamente el cordón umbilical con ella. Y hay otro personaje femenino múltiple interpretado por Júlia Roch, quizá el más inquietante de todos, que encarna a los tres fantasmas de la madre: una hija de la que la madre habla pestes, la novia de su hijo y la amante del padre.
Para usted, uno de los momentos más explosivos de la pieza se produce…
El final se precipita de una manera vertiginosa, pero la función se maneja como un thriller, como un puzzle que el espectador tiene que ir armando, todo va cobrando varios significados y se va generando poco a poco en un crescendo que se precipita al final. Y hay un momento culminante, pero no lo voy a desvelar.
¿Qué está caracterizando su trabajo junto a Juan Carlos Fisher, dónde está centrando el foco de su dirección?
Desde el primer momento, Juan Carlos tuvo muy claro que no teníamos que jugar a crear una atmósfera, porque la función ya tiene una estructura muy especial y aparentemente extraña. Ha querido trabajar desde el realismo más absoluto. Y así como el espacio es abstracto, es una caja blanca casi vacía, las interpretaciones las estamos jugando desde un total realismo, más a tierra, los personajes son carnales, reaccionan muy de verdad a todo lo que pasa, por muy extraño que sea lo que pasa.
En suma de todo, ¿por qué recomienda este estreno a los amantes del buen teatro?
Porque creo que es un texto fabuloso que está escrito desde un lugar muy interesante que ahonda y profundiza en una situación que viven tantas y tantas mujeres, esas estructuras familiares heredadas y perpetuadas en las que estamos todos presos, porque todos tenemos una madre o una abuela, una hermana o una hija que ha pasado una depresión o vive esa soledad y esa sensación de vacío o de angustia existencial. O un hijo agobiado por una madre demasiado posesiva. Estos personajes son arquetipos que forman parte de nuestra realidad, somos nosotros mismos. La obra es un espejo muy interesante donde mirarse.
Aparte de “La madre”, ¿podemos encontrarla en algún otro proyecto?
Una serie llamada “Respira” que emitirá Netflix este otoño. También –pendiente de estreno– la película “Tierra Baja”. Y justo ahora presentamos dos audiolibros que hemos leído Pedro Casablanc y yo de dos espectáculos que hice con Mario Vargas Llosa en teatro: “Odiseo y Penélope” y “Las mil noches y una noche”.