Carlos Hipólito, que ha sido Macbeth, el Capitán von Trapp, Felipe II…, que mudó en equino en “Historia de un caballo”. ¿Se imaginaba convertido en burro?
(Risas). Ha sido una gran sorpresa, pero una gran alegría porque a mí siempre me ha gustado mucho cambiar lo más posible a la hora de hacer personajes. Y hay una especie de carambola con esto: la primera, primera vez, que yo hice una obra de teatro más profesional con el grupo con el que estudiaba, el TEI, fue haciendo una sustitución en una obra de Durrenmatt que se llamaba “Proceso por la sombra de un burro”. Había un personaje de un burrito, que estaba todo el tiempo en escena y solo hablaba un poquitín al final, y a mí me cogieron entre los alumnos para hacer ese personaje. ¡Mira tú, 45 años después vuelvo a ser un burro y esta vez ya no hablo un poquito al final, sino que estoy hablando todo el rato! (Risas). No me lo imaginaba, pero ha sido un regalo de la vida este encuentro con Álvaro Tato y Yayo Cáceres y con este vehículo tan bonito que me han puesto por delante.
Pero esto de los burros de siempre ha tenido mala prensa…
No entiendo muy bien por qué a los burros los asimilamos con lo torpe, con lo tonto. Yo creo que son tercos, pero no torpes ni tontos. Es curioso que cuando a alguien le preguntan por un animal de compañía todo el mundo probablemente piensa en un perro o un gato, incluso en un caballo, y casi nadie en un burro y, sin embargo, los burros acompañan al ser humano desde los tiempos remotos. Lo que ocurre es que la raza humana ha tratado a los burros en régimen de esclavitud, probablemente porque es un animal fuerte y noble y, en ese sentido, se le ha explotado de una manera salvaje. Cuando Álvaro Tato se puso a escribir este texto se encontró con que sobre asnos hay muchísimos más textos clásicos que sobre caballos y que sobre perros. Es una cosa sorprendente. A mí el burro me parece un animal absolutamente maravillos. Ahí estuvo afortunadamente Juan Ramón Jiménez para humanizar al burro y regalarnos una imagen del burro llena de ternura y de emoción.
¿Nos hacen falta más burros?
No te quepa duda. Como se dice en la obra a través de palabras de Juan Ramón Jiménez: “Al hombre bueno debieran llamarle asno y al asno malo debieran llamarle hombre”.
Su personaje, un asno sin nombre, seis mil años de edad, atado a una estaca, le cuenta su vida a su sombra…
Él nos cuenta primero la época en la que vagaba por los montes con su vieja manada, libre de los hombres y cómo después esos monos raros se adueñaron del mundo a palos. A partir de ese momento nos empieza a contar nuestra historia, la historia de la humanidad, de las distintas culturas y de las distintas etapas de la historia de la sociedad humana a través de los ojos de un burro. Vamos desde el Imperio Romano, pasamos por la Edad Media, llegamos al Siglo de Oro, al Siglo de las Luces, a la revolución industrial hasta llegar a la época actual. Todo esto a través de referencias de textos clásicos sobre asnos. Lo que nos cuenta este burro es algo que nos interpela sobre la relación que tenemos los hombres con los animales y, en general, el desprecio tan enorme que tenemos la raza humana por todo lo que nos acompaña en el planeta. Y, en ese sentido, creo que es una función muy necesaria y nos hace una reflexión: Entre el hombre y el asno, ¿quién es la bestia? Yo tengo mi respuesta, cada cual que busque la quiera (risas).
Y Álvaro Tato ha vuelto a hacer su magia con las palabras. Usted ha dicho que este es uno de los textos más hermosos que ha tenido entre sus manos…
Lo digo y lo ratifico. Cuando leí por primera vez el texto de “Burro” me quedé asombrado de la belleza de la prosa poética que tiene Álvaro Tato al escribir. Me parece un autor extraordinario, independientemente de que sea un gran poeta, que lo es. En “Burro” hay fragmentos rimados escritos por él. Aparte de citas textuales de textos clásicos, también hay poemas originales de él, pero, en general, todo el texto de la obra es de una prosa tan poética, tan bonita… Aparte del contenido, que es maravilloso, porque sus reflexiones siempre son muy interesantes, muy hermosas, la belleza de cómo utiliza el lenguaje es una cosa extraordinaria.
Hablábamos de la magia de Álvaro Tato, pero al frente del montaje y de la música, otro mago: Yayo Cáceres.
Yayo es uno de los directores más inteligentes, más sensibles con los que yo me he encontrado en mi historia personal. Estoy feliz de trabajar con estos dos creadores a los que ya admiraba. Y, por suerte para mí, ellos también conocían mi trabajo y tenían ganas de trabajar conmigo. Y, mira por dónde, hemos encontrado este vehículo para hacer juntos esta cosa tan linda. La verdad es que Yayo es un director muy, muy inteligente y un gran músico. Para mí, este tándem Álvaro-Yayo tiene algo que es realmente fundamental en el teatro y es, por un lado, el deseo permanente de entretener al público siempre, que en ningún momento se aburra, pero a través de un vehículo que tenga una altura literaria y que, además, tenga profundidad de pensamiento. Son dos características muy claras del tipo de trabajo que hacen ellos y yo estoy absolutamente feliz de poder colaborar en algo así. Les tengo una admiración enorme a los dos.
Y aquí es donde entra un actor excepcional capaz de llevarnos de la risa al llanto, del relato al canto; un actor que transmuta en personas, en animales, en ambos a la vez, que pasa de unas historias a otras, que recorre épocas, siglos, países y tradiciones. Cansa solo decirlo. ¿Cómo acaba cada función?
(Risas). Feliz. Cansado, por supuesto, pero feliz. Es un cansancio absolutamente placentero.
La obra implica un esfuerzo físico grande, también de concentración, pero debo decir que estoy muy arropado en el escenario por tres compañeros maravillosos, que son Manuel Lavandera, que es un gran guitarrista, Fran García, que toca teclados y percusión, e Iballa Rodríguez, que toca la flauta travesera. Además, estos dos últimos son actores también e intervienen conmigo en algunos momentos. De tal manera que, aunque la estructura es de monólogo, en algunos momentos estoy acompañado en el escenario, siempre por los tres músicos, pero a veces por dos de ellos como actores. Eso a mí me ayuda mucho.
Es verdad que el trabajo de “Burro” es extenuante como actor, porque al hilo del relato de este burro van apareciendo otros personajes que yo voy interpretando, llego a interpretar catorce personajes diferentes. Y luego tenemos la música en directo y, en algunos momentos, esa música se transforma en canciones y algunas las canto yo también. Es un trabajo muy completo, complicado de hacer, pero enormemente placentero.
Sin duda, una obra que deja huella… de pezuña. ¿Cómo sale el público de verla?
Estamos muy contentos, porque el público sale emocionadísimo y esto es lo que a mí más me alegra, que la gente sale muy concernida, muy emocionada, diciendo que se les ha hecho corto, que se han reído, pero que qué emotivo… Hasta ahora su reacción es buenísima. Durante el espectáculo, como me dirijo mucho al público, porque este burro es casi un juglar, noto las caras de felicidad, de alegría y de simpatía por lo que están viendo.