“El lector por horas” fue premiada con el MAX en el año 2000. ¿Cómo surgió su escritura?
Llegó un momento en que me di cuenta de que tenía una especie de deuda con la literatura narrativa, así que pensé no en adaptarla sino en incrustarla como sustancia dramática. Para ello, se me ocurrió una fórmula nada original de un lector que va leyendo los fragmentos de novelas que han sido significativas a una persona invidente. Ese fue el germen. A partir de ahí, la parte dramática empezó a reclamar sus derechos. Además, la escribí en aquella época en la que yo comenzaba a entender a Harold Pinter y reconozco que me influyó mucho.
¿Qué presentación haría de esta obra?
En “El lector por horas” hay un homenaje a Pinter que puedes llamar también plagio, porque cualquiera de las dos fórmulas corresponden con la verdad (risas). Ahora bien, Es un texto que genera su propia libertad en el que me atreví a trabajar lo que yo llamo la estructura de enigmas. A veces los autores tenemos una obsesión por la transparencia, por que todo se entienda, y yo hace ya muchos años que me pregunto: ¿Acaso entendemos la realidad…? ¿Nos entendemos a nosotros mismos o a los mecanismos que mueven la política mundial? Ese trabajo sobre el no saber, el enigma y lo oscuro está en esta obra, la cual entrelaza varios aspectos relevantes de mi trabajo y mi proceso personal.
¿Qué define a Ismael, Celso y Lorena, los tres personajes de la obra? ¿Cuáles son sus luces y sombras?
Es precisamente en la dimensión de los personajes e incluso en sus interacciones donde más se manifiesta mi voluntad de no saber todo de ellos. Se trata de una renuncia al didactismo brechtiano, porque mi primer maestro, allá por los años 60, fue Bertolt Brecht y en él todo es explícito, desde la ideología hasta la conducta de los personajes. Imagino que con la maduración y la experiencia me di cuenta de que la realidad aparentemente cotidiana, trivial y próxima está llena de enigmas. Y como el enigma es bastante insoportable en la vida, inmediatamente aplicamos nuestros esquemas, estereotipos y prejuicios, para dejarlo todo transparente. Esto sucede mucho en el teatro, pero aceptar el enigma como tal es una de las cosas que intenté en esta obra. Y, en ese sentido, quizá el más misterioso es Ismael, cuya extraña misión y aceptación de las humillaciones que recibe en esa casa por parte de esa familia quedan enterradas en un enigma que, solo al final, en la última escena, podemos intuir. Se trata de algo que tiene que ver con que necesita ese trabajo y es por eso que tiene que tragar con el sometimiento. Celso y Lorena están en la posición de poder y cada uno de ellos utiliza a Ismael –el lector– en función de sus propias necesidades. La más necesitada es Lorena, sin embargo, ella también manipula lo que recibe de Ismael y él siempre tiene que tragar…
¿Algún ejemplo en la pieza?
Hay una escena de lo más inquietante en el que ella le pide que lea a cuatro patas. Esa relación de dominante y dominado, entre el poder y la fragilidad de la sumisión, es uno de los temas fundamentales. Y entre el padre y la hija, entre Celso y Lorena, hay también muchas sombras: ¿Mató el padre a la madre en algún exceso de violencia? ¿Esa ceguera es real o es de carácter reactivo…? En esta obra las cosas no son ni transparentes ni opacas, son translúcidas. Reivindico el derecho del autor a no saberlo todo acerca de los personajes y a trabajar en ese claroscuro, que es en realidad nuestra relación con el otro y con la sociedad.
Para usted, uno de los momentos más potentes del texto se produce cuando…
En el segundo acto, cuando Lorena e Ismael se tutean. Esto quiere decir que se ha producido una cierta nivelación en torno a ese universo de los libros, las novelas, el acto de leer. Se produce un quiebro en ese diálogo y ella saca su poder de ama, porque él la desafía. Esa escena es peligrosa, por eso le tengo cariño. Y también le tengo especial afecto al monólogo en que Lorena interpreta todo lo que ha ido pescando de los enigmas que rodean al lector desde su propia mente de persona limitada por la ceguera. Es un monólogo donde cosas que le ha dicho de modo vago ella las interpreta porque necesita, desde su oscuridad, arrojar luz sobre ese ser que se ha convertido en alguien imprescindible para ella.
Usted es uno de los hombres de teatro más importantes de este país…
¡Eso lo dirás tú…! (risas). Estoy diciendo “dame argo, tío, dame argo” desde los años que llevo en Madrid, porque estoy intentando abrir una especie de equivalente a la sala Beckett de Barcelona y no consigo que las instituciones se preocupen lo más mínimo… ¡Eso de importante es muy relativo, ¿vale?! (risas).
En cualquier caso y desde su punto de vista, ¿de qué manera ha evolucionado el teatro nacional en el último medio siglo, en qué aspectos hemos ganado y en cuáles hemos perdido?
Hay un aspecto que puede parecer oportunista pero que no puedo dejar de valorarlo, que es el acceso de la mujer a la autoría. Hay un incremento muy muy fuerte de mujeres que asumen la responsabilidad de la escritura. Lo veo cada año en mis talleres y en la cartelera. Ya empezaron a entrar en la dirección hace un par de décadas muy tímidamente porque, como en toda estructura de esta sociedad, el patriarcado predomina, pero hay esa mirada femenina que creo que es muy fértil y enriquecedora. Además, se ha producido un sentido del riesgo con autores que muestran otras formas de organizar la teatralidad. En ese sentido, a pesar de que el teatro está demasiado preocupado por la imagen, la estética y la nitidez, empieza a mostrar –ya desde hace décadas– autores y autoras que no son tan complacientes con lo que gusta. Al final, la dramaturgia que se está escribiendo es más avanzada que la puesta en escena, por muchas nuevas tecnologías que se utilicen.