Retumba por ahí que tras estas representaciones no habrá más proyectos. Si esto ocurre, ojalá no, ¿“La isla del aire” es una buena obra para despedirse?
Sí, lo sería si se diese. Sí, podría ser. Cualquier obra es buena para eso si está hecha de corazón y de vida.
Seguro que desde que surgió este rumor todas las entrevistas han arrancado por ahí.
Todas, todas, sin faltar una (risas).
¿Nuria Espert es consciente de lo que la quieren la profesión y el público?
Ahora me he hecho consciente, con esta obra. ¡No sabes la gira maravillosa que estamos haciendo! El público rezuma amor y cariño y me emociona todos los días. Todas las funciones son una maravilla. Y, además, estoy trabajando con cuatro mujeres absolutamente fabulosas y cada representación es un placer tan, tan grande… Sí, estoy pasando un momento felicísimo, por eso justamente, la cercanía del público es tan grata, me acarician así como se acaricia a un gato (risas), con su cariño, con su afecto.
Vuelve a Madrid, a un Teatro Español que celebra 440 años de historia.
Es tremendo. Precioso.
Emociona pensar cuántas voces, cuántos personajes, cuántos autores y cuántos compañeros guardan sus paredes. ¿Eso se siente, una actriz lo siente?
Trato de no pensarlo, no quiero sentirme tan responsable. Es un teatro maravilloso, precioso, en el que he actuado por suerte muchas veces. Parte de mi carrera la tiene ahí diseñada en su memoria. Ahí hemos quedado todos los actores, los de ayer, los de hoy, los de mañana, todos adorándole, porque es tan bello y tan acogedor, como un collar de esmeraldas o de diamantes.
Aquí ha hecho a Celestina, a Bernarda, a Lucrecia… y ahora a Mencía, que no para de repetir que tiene 90 años.
(Risas). Eso tiene una anécdota graciosa. Estábamos hablando por teléfono con Mario Gas, el director del espectáculo, que ha hecho un trabajo extraordinario, y de pronto le digo: “No, Mario, yo este papel no lo puedo hacer”. Y me dice: “¿Por qué?”. Y le respondo: “Porque soy demasiado joven. Ella dice todo el rato que tiene noventa y yo tengo ochenta y siete”. Y dice Mario: “Te maquillaremos de señora mayor” (risas). Entonces, sí (risas). Todo es alegría en esta compañía, todo es fabuloso, mis compañeras son extraordinarias, me dejan con la boca abierta. ¡Es tan precioso eso!
¿Y cómo es Mencía?
¡Ay, no lo sé! Me desconcierta. Tiene de pronto una mala leche tan extraordinaria, que conjuga perfectamente con una generosidad que te pasma, pero siempre hay como un segundo o un tercer plano donde ella puede ser cualquier cosa. Viéndola representada la entiendes, la admiras, te hace gracia, la comprendes, la desprecias, es como una traidora, con las niñas incluso. Todo el mundo, no solo los personajes, la respeta, porque tiene esa sabiduría que yo no tengo. También da un poco de miedo. A mí no me gustaría encontrármela, que fuera la suegra de mi hija o algo así (risas), porque sabría que se la puede jugar en cualquier momento.
Es la matriarca de una familia de mujeres que se ve obligada a enfrentarse a la verdad y a los secretos que ocultan. ¿Qué encierra “La isla del aire”?
Es el lugar donde finalmente consiguen todas y cada una de ellas decir su verdad. Esa verdad de esas vidas que quedaron truncadas cuando Helena murió. Muere una de las mujeres de la función y eso desencadena mucha belleza, mucho dolor. Y ya desde el punto de vista teatral, es una obra poética, bellísima, graciosísima, es una obra generosa. Los que estamos en ella estamos como devotamente. Ese escritor que construye “La isla del aire” para que podamos explicarnos y decirnos las cosas tremendas o graciosas que nos tenemos que decir… Es un subidón, es una alegría muy fuerte.
Hablaba de muerte, de dolor, de decirnos, de explicarnos. ¡Qué importante el humor!
Si no lo hubiera, esta obra sería irrepresentable. Porque hay tragedia en las vidas, porque hay cosas que van más allá de llevarse bien o llevarse mal. Todo está llevado con una naturalidad a una altura donde nos permite a los actores, al director, a todos, hacer lo mejor que sabemos y hay un estímulo y un desafío en cada representación y siempre esperamos salir vencedoras y lo somos.
Nos ha hablado de Mencía, ¿cómo son el resto de estas mujeres?
Cada una de ellas tiene fracasos en su haber y ha vivido momentos esplendorosos. Ahora se han refugiado en la casa de una de las hijas, porque están enfermas, no tienen quien las cuide, y la madre aparece por allí con un rol de madre buenísima, adorable, que no es el que tiene que representar…
Con usted, Vicky Peña, Teresa Vallicrosa, Candela Serrat y Claudia Benito.
Son tan buenas, tan, tan extraordinarias… Vicky Peña está de morir. Es una grandísima actriz, yo la admiro desde el principio de su carrera, pero ahora ha encontrado ese papel que le permite mostrar unos registros que la convierten en una actriz única, extraordinaria, magnífica. Es dificilísimo, pero todos los roles son muy diferentes. En un momento determinado cada una de ellas necesita maestría, tener bagaje detrás, necesita cosas que cuando llega el momento de las más jóvenes cuesta muchísimo estar a la altura que exige esta función y lo están y lo sobrepasan absolutamente. Yo me deshago, parezco mantequilla sobre una tostada caliente, porque son fabulosas… No puedo más que decir: “Gracias, gracias, qué suerte tengo”. Estoy contentísima.
Y al mando, Mario Gas. “Salomé’, “Master Class”, “Incendios”. Trabajan bien juntos.
Siempre nos hemos llevado muy bien. Los dos somos generosos y exigentes y los dos confiamos en el otro. Él confía y yo me apoltrono y voy adelante también con el empuje que él presenta y exige.
¿Cómo es eso de interpretar una obra de un autor vivo, Alejandro Palomas?
Es rarísimo (risas). Solo me había ocurrido una vez. Con Salvador Espriu, el grandísimo poeta catalán al que le pedí que me escribiera una función, “Otra Fedra, Si Gustáis”. Buscando un director nuevo y diferente, allí estaba Lluís Pasqual, en el Lliure, y allí hicimos el espectáculo, con los decorados de Fabià Puigserver, uno de los grandes hombres de teatro españoles, catalán diría él. Y salió esa joya preciosa.
Ha dicho que lleva fatal que la llamen ‘la gran dama del teatro español’. ¿Cómo le gustaría que hablásemos de usted?
Te voy a contar una pequeña anécdota. Salíamos Amparo Rivelles y yo de un teatro donde habíamos actuado juntas. Estaba la gente tan cariñosa… Y le digo: “Amparo, ¿a ti te gusta que nos llamen dama del teatro?”. Y dice ella: “Lo prefiero a vetusta” (risas). Me pareció glorioso y ya no me importó que me llamaran lo que quisieran, lo prefiero a vetusta (risas).
Imagino que con el cariño de ese público, no hacen falta halagos ni premios.
Sí, pero no sobra, ¿eh? (risas). No es que sea imprescindible, pero no sobran (risas), porque esta obra exige, y estoy convencida de que no funcionaría si no fuese así, unas dotes de generosidad, la lágrima cuidadito que no sea demasiado, no te lances así, espera, cuidado, no te sueltes todavía… Es un trabajo como si estuviera construyendo una catedral, pero no sería de piedra. No sería de piedra.