“Están, sobre todo cuando no están”.
Se muere una madre y se muere un planeta. Cuando eso ocurre, uno entiende que la orfandad no solo es, sino que además se habita, como la vida. Perdí a mi madre hace dos años y en el instante mismo que dejó de respirar, sentado a su lado en la cama, todavía su mano en la mía, empecé a escribir los primeros versos de un poema en su libreta marrón, la misma que hasta entonces habíamos usado durante los últimos meses para anotar las cosas que no había que olvidar entre hermanos: medicación, pañales, cambios de cita en el hospital...
Es imposible anticipar la orfandad. Imposible adornarla. Es. Hay un hueco y sobre todo hay duelo, un hijo que duele porque entiende que cuando alguien tan querido como lo era mi madre para mí se va, quien muere es quien se queda porque enseguida aprende que el cerebro nunca entenderá que esa madre ya no está: no está el olor, no está el tacto, el volumen. No está la voz.
El duelo, el mío, tiene voz y está aquí, en este viaje entre poemas, recuerdos en vivo y diálogo con la madre que sigue aquí, sobre mi hombro, aunque nadie más la vea. Este es un texto hecho con los retales vivos de la piel, el ombligo, los ojos, el pelo y toda la luz que conservo de ella, del niño que sobrevivió a una infancia terrible gracias a su compañía. Todo lo que ocurre sobre el escenario es mi verdad, mis años antes de lo que ahora no tengo, esa luz que una mujer albina y de ojos casi ciegos nunca dejó de darme. Todo lo que ocurre es mi vida en tiempo real, que es la de todos, la que nos hace vibrar en un registro que reconocemos. Reconocemos el duelo, reconocemos la añoranza, reconocemos el olor de una madre y también lo que heredamos de ella para que ese olor no se pierda.
Esto no es teatro. Es todo el amor que solo nos atrevemos a reconocer cuando las luces se apagan y en escena un hombre nos enseña a un niño que conocemos bien.