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Entrevista a José María Pou por El padre

Publicado el 01 de Marzo de 2024

Entrevista a José María Pou por El padre

Obra: El padre - Teatro Bellas Artes

 He construido y represento este personaje desde un miedo terrible de que pudiera pasarme lo mismo que a él

Dos metros de talento, impresionante presencia y una voz poderosa. Ha pasado de que le ofreciesen papeles, que siempre rechazaba, de americano tonto o amigo feo del galán guapo a hacer personajes heroicos. En el recuerdo, Falstaff, Lear, Cicerón, Sócrates, Orson Welles, el capitán Ahab... Y así se convirtió en uno de los mejores actores de nuestro país. De hoy y quizás de siempre. Pero ahora le ha tocado bajar a la tierra y volverse vulnerable, tierno a ratos, socarrón, terco; le ha tocado ponerse el pijama y meterse en la piel de Andrés, un hombre que va perdiéndose en el laberinto de sus recuerdos mientras se resiste a soltar las riendas de su vida. Charlamos con José María Pou sobre esta pieza del dramaturgo francés Florian Zeller con la que ha triunfado en Barcelona y media España. Esta vez, a las órdenes de Josep Maria Mestres y arropado por Cecilia Solaguren, Alberto Iglesias, Elvira Cuadrupani, Jorge Kent y Lara Grube. Por VANESSA RAMIRO. Fotos David Ruano
 

Ha dicho que quiere retirarse, “pero siempre llega algún cabrón con un personajazo” y no puede decir que no...

Echo la culpa a los personajes, pero el único culpable soy yo (risas). Después de 57 años encima de un escenario, uno está pensando en que ya ha cumplido, en descansar, pero he descubierto que soy un hombre de voluntad débil (risas) y por mucho que tomo la decisión de tomarme unas vacaciones y trabajar solo dos meses hasta desconectar del todo, es mentira. Viene una propuesta, me enamora la función, el proyecto, el personaje y digo que sí. Sobre todo, en el teatro. Es la razón de ser de mi vida.


Y hay personajes que llegan en el momento adecuado...

Cuando la obra se estrenó en París hace cosa de doce años, un productor me ofreció estrenarla en España y dije que no, porque me parecía que yo, a lo mejor era coquetería, era demasiado joven para hacerlo. Por suerte, la hizo Héctor Alterio con muchísimo éxito, pero ahora, cuando volvió a mis manos este proyecto, pensé que era el momento, que ahora sí tenía la edad y podía encontrarme cómodo en ese gran personaje. Una de las virtudes de la función, más allá de que está construida dramáticamente de manera magistral, con un invento que consigue que el espectador vea la función y la viva a través de los ojos y del cerebro del protagonista, es que el autor ha creado un personaje que se ha convertido ya en un clásico del teatro contemporáneo. Andrés, el padre, es un premio para cualquier actor cuando llega a una edad determinada.


Ha sido Cicerón, Orson Welles, Lear, Falstaff, Sócrates... ¿Cómo es interpretar ahora a un señor de 76 años en pijama?

Una comodidad en cuanto a lo físico (risas). Estoy acostumbrado a llegar tres horas antes al teatro, primero, para concentrarme profundamente para esos grandes personajes y, luego, para labores de maquillaje, vestuario... Y ahora lo que tengo que hacer es llegar a mi camerino con tiempo para quitarme la ropa que llevo y ponerme un pijama y unas zapatillas. Y eso se hace en apenas cinco minutos (risas). Aunque lo del pijama es una comodidad absoluta, en esta función si no pesa el vestuario, sí pesa, y mucho, la mochila enorme que ese personaje lleva en la espalda, de dolor, de sufrimiento...


¿Qué recuerdo banal le dolería especialmente perder a José María Pou?

Necesitaría un cofre enorme para poner el montón de recuerdos que no quisiera perder. Desde las primeras veces en las que mis padres me llevaban al teatro y me quedaba boquiabierto delante de aquello que veía hasta los recuerdos de montones de espectáculos, de grandes actores a los que he visto por el mundo y, sobre todo, los recuerdos de algunos momentos que yo he vivido íntimamente encima de un escenario. Llegué a perder, que es lo más sublime que le puede pasar a un actor, la noción del tiempo y el espacio. Eso quiero recordarlo toda mi vida. Una de las cosas terribles de esta enfermedad es que se va comiendo los recuerdos. Es lo más cruel.


¿Cómo cree que fue y cómo es Andrés?

Es un hombre que tiene setenta y tantos años, camino de los ochenta. Su propia hija le define con una frase muy cortita: “Duele tanto verle ahora en ese estado, él que ha sido siempre un hombre con tanta fuerza y con tanta autoridad”. Yo me he agarrado a esto para presentar a un hombre con mucho carácter. Creo que ha sido un hombre con muchas responsabilidades, muy activo, siempre decidiendo cosas y con mucha autoridad. Por eso su reacción es tan casi grosera ante lo que le está pasando. Por eso él se cabrea tanto consigo mismo cuando se da cuenta de que está perdiendo facultades. Se siente tan impotente ante esta enfermedad que se le va comiendo poco a poco que su reacción es la de cabrearse, porque se está convirtiendo en eso que nunca quiso ser, un hombre que depende de las decisiones de los demás.


Decíamos, esta es la historia de Andrés, pero también la de su hija. ¡Qué difícil!

Sí, claro, por descontado. Esta función de “El padre” podría llamarse perfectamente “La hija”, porque también es la historia de esa hija que sufre, que, como todos los familiares y las personas que rodean a este tipo de enfermos, son también víctimas de la enfermedad. En este caso, la hija tiene que decidir entre si tiene derecho a vivir su propia vida o sacrificarla en beneficio de los cuidados que necesita su padre. El autor ha creado un personaje fantástico, una hija, además, que tiene una terrible relación con su padre y que aguanta estoicamente los feos y los desplantes que le está haciendo.


Hay dolor, pero también amor y humor. ¿Amor y humor siempre nos salvan?

Dices amor y humor y esas dos palabras tienen suavidad, es como si te acariciaran. Suenan a consuelo. Y esta función sirve mucho de consuelo. Es inevitable el humor delante de algunas reacciones del personaje, que se va convirtiendo casi en un niño. Sus reacciones son infantiles y provocan unas carcajadas enormes, aunque el espectador está viendo esta función con una amarga sonrisa en los labios, una sonrisa que se convierte a veces en un rictus de dolor y vuelve a convertirse en sonrisa. Y luego está el amor, que aparece en unos niveles increíbles en las dos últimas escenas, en las que hay poca gente en el patio de butacas que no tenga el nudo en la garganta.


Junto a usted, Cecilia Solaguren, Alberto Iglesias, Elvira Cuadrupani, Jorge Kent y Lara Grube. Además, dirige Josep Maria Mestres. ¡Menudo equipo!

José María Mestres ha conseguido reunir a un reparto fantástico. Son actores de probada solvencia encima de un escenario. Cecilia es el paradigma de eso que se llama una actriz comprometida, seria, siempre muy eficaz, siempre fantástica. Y Alberto Iglesias, que además es un autor de teatro muy reconocido, es un buen amigo. Jorge Ken, uno de los actores que más ha destacado en los últimos años. Y Elvira y Lara, dos actrices con una vocación increíble y unas ganas enormes. Yo vivo esta compañía como mi familia.


¿Y cuando cuelgue el pijama de Andrés?

Cada personaje me ha ido dejando una pequeña cosa que ha ayudado a que me construyera como persona. Y este padre, porque va a ser de los últimos que se incorporen a mi repertorio, será imposible de olvidar. Me siento muy vulnerable haciéndolo, lo he construido y lo estoy representando cada día desde un miedo terrible de que pudiera pasarme a mí lo mismo que le está pasando a él. Me va a dejar un enorme poso de ternura y creo que me ha ablandado un poco. He presumido toda mi vida de ser una persona de carácter fuerte, batallando y siempre para adelante y ahora... Me encanta que la gente me quiera. He notado con este personaje que la gente me quiere (risas).


Volvamos al principio y a su hiperactividad. Parado no está, ¿no?

Cuando hablo de retirarme no hablo de estar parado y no hacer nada y encontrarme con otros jubilados para ir a ver las obras y sentarme en el banco del parque. En absoluto. Soy un hombre hiperactivo. El problema es que tengo millones de cosas pendientes que hacer. La dedicación total de mi vida a mi oficio durante 60 años me ha impedido hacer otras cosas que también me gusta hacer. Y ahora me doy cuenta de que tengo acumulados montones de libros que leer, montones de películas que ver, montones de viajes que hacer, montones de amigos a los que ver. Y me gustaría tener tiempo para todo eso antes de que llegue el final definitivo. Y se da uno cuenta, a medida que va avanzando en la edad, de que el final tampoco está tan lejos, sin necesidad de ponerse dramáticos, hay que ser realistas. Y entonces me da miedo que no me quede tiempo para todas esas cosas que todavía tengo pendientes. Ese es el único motivo por el que hablo yo de ir, si no jubilándome del todo sí espaciando el trabajo, para tener más tiempo para esas cosas que quiero hacer antes de irme del todo.

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